10 sept 2014

Capítulo 16


El cielo oscuro era infinito. Ni una nube interrumpía el delicado manto de estrellas que brillaban con intensidad, vigiladas por una luna enorme y apacible.

Una luz roja, seguida por otra de colores dorados y otra y otra. Los fuegos artificiales estallaron al marcar las doce en punto. Otro año se iba, uno nuevo nacía, cargado de esperanzas, anhelos y promesas. El pasado quedaba atrás, las copas tintineaban al chocar con buenos deseos y burbujas de champagne.

El aire era helado pero el placer de sentirse libre anulaba cualquier sentido.

Volar.

Voldemort había logrado cumplir con esa asignatura pendiente y ahora lo disfrutaba mientras se elevaba al infinito. Todo quedaba a sus pies, los campos se volvían pequeños cuadrados blancuzcos, las personas se veían insignificantes y lo único que lo acompañaba eran los cálidos destellos de los fuegos artificiales.

Allí arriba era el rey de esa inmensidad, se sentía único y poderoso.

Extendió los brazos, dejó que el viento sea su aliado en ese recorrido inaugural y avanzó a gran velocidad.

Que buen cumpleaños estaba pasando.

Y fue así, volando, como llegó hasta Albania.

Se ahorró muchas molestias y una vez que se lograba fundir el cuerpo con el entorno, vaciando la mente y dejándose elevar con el viento era bastante fácil y poco demandante recorrer grandes distancias en poco tiempo y sin cansarse demasiado.

Todo resultaba una cuestión de destreza mental. No se necesitaban hechizos, encantos o maldiciones, sólo dominar la mente, controlarla y forzarla ante la voluntad.

Una enorme luna llena colgaba del cielo nocturno. Las sombras se extendían entre los árboles creando formas tenebrosas y los animales se llamaban entre sí con sonidos agudos y vibrantes que se perdían con el viento.

Voldemort descendió con destreza y pulcritud en el suelo nevado.

La capa negra que llevaba sobre la túnica azul, era de gruesa piel para protegerse del frío, la capucha le cubría el deformado rostro pero no impedía que el vao de su respiración se elevara hasta desaparecer.

Él se quedó contemplando los enormes árboles que componían el bosque. Eran pinos viejísimos cuyas ramas se curvaban bajo el peso de la nieve. Aguzó el oído y la vista, cada movimiento cercano, cada sonido lo captaba con aprehensión y lo analizaba con cautela.

Dudaba toparse con alguien en ese remoto páramo pero nunca se sabía, quizás algún explorador solitario, quizás alguna criatura rondara entre la naturaleza, no podía confiarse.

-¡Orientame! –le ordenó a la varita que sostenía en la palma de la mano.

Esta giró un poco y apuntó al norte.

Una fina lluvia comenzó a caer del cielo, con suerte no se convertiría en una tormenta de nieve. Necesitaba tener de su lado al clima.

Mala idea explorar en esta época del año se recriminó pero no puedo esperar más tiempo

Con determinación se metió entre los troncos desnudos de los pinos iluminando su camino con el pequeño haz de luz creado desde su varita de tejo.

Como un solitario espectro que vagaba entre la penumbra, la espigada silueta de Voldemort proyectaba una sombra tenue que se fundía en la oscuridad reinante.

El terreno comenzó a descender, se volvía más escarpado y los árboles más antiguos. Sus copas cubrían el cielo y al menos lo protegían de la lluvia. Pronto comenzó a jadear, requería de un buen estado físico y de mucho cuidado andar por allí.

Cerca, un río caudaloso discurría semicongelado. Voldemort llegó hasta la orilla, saliendo de entre la vegetación. Tenía el cuerpo entumecido y mojado a pesar de los hechizos protectores que había realizado sobre sí mismo. Necesitaba parar un rato, recuperar fuerzas. El río era un buen indicio, cruzando, en la parte Este del parque nacional, tomando como referencia ese río, estaba la diadema.

Casi podía verla entre sus dedos, imaginaba que sería ostentosa, quizás de oro y joyas.

No, de plata

Plata y zafiros representado los colores de Ravenclaw. Su valor simbólico y mágico estaría a la altura de su ornamentación. No esperaba menos de una de las fundadoras de Hogwarts.

En un pequeño claro circular, algo llamó su atención: un ejemplar de abeto plateado frondoso y vital. No era no más bajo, viejo o lindo que otro árbol, pero la magia impregnaba desde sus raíces hasta las ramas más altas. Voldemort casi podía palpar la densa aura mágica.

Eufórico se acercó intentando vislumbrar algo que destacara.

El sol comenzó a trepar por el horizonte con sus dedos dorado, iluminando el claro y convirtiendo la nieve blanca en un montón de relucientes cristales.

El abeto brilló y con él la diadema de Ravenclaw que la pobre e ingenua Helena había intentado esconder de su madre.

En la parte baja del tronco una pequeña abertura, que no era suficientemente grande había servido como lugar secreto.

En un último intento por evitar la gloria de su madre, Helena dejó allí la diadema antes de encontrase cara a cara con la muerte.

Voldemort sintió su pulso acelerarse a medida que extendía sus codiciosas manos de dedos largos y pálidos.

Quizás, allí, donde estaba agachado, la joven había dado su último respiro y sus ojos se habrían cerrado para siempre a manos de su asesino, convirtiendo su historia en una tragedia y la diadema en una leyenda.

Nada le impidió removerla, estaba al alcance de quien la tomara, sin protección y sin signos de haber sufrido el paso de los años.

Se trataba de un objeto mágico poderosísimo, que absorbía todo lo nocivo y destellaba plateada como el primer día. Un circulo moldeado en la más fina plata y tallado en forma de águila, coronada con un zafiro era todo y eso bastó, para que Voldemort deseara verla convertida en un horrocrux, siendo la portadora de su alma.

Según se contaba, todo aquel que usara la diadema pensaría con claridad y se le revelarían los conocimientos universales, siempre y cuando pudiera soportar tanta magia. Las mentes débiles se fundirían ante aquella grandeza.

Voldemort compuso una sonrisa curva, más que seguro de poder soportarlo. Extendió ambos brazos y con cuidado llevó la diadema a su cabeza.

El contacto fue suave, ligero, precedido por un instante de quietud, como si todo el bosque estuviera conteniendo la respiración y sus habitantes estuvieran esperando a ver los resultados.

La diadema brillo, y se ciñó en su cabeza.

Voldemort intentó quitársela pero no pudo. De ella salían rayos de luces que lo rodearon y comenzaron a adquirir formas pálidas, apenas visibles con el sol matutino.

Antes de que pudiera hacer algo más, una figura femenina, compuesta por luz azul caminó en su dirección. Él la vio acercarse e intentó apuntarla con su varita pero ella lo atravesó como si Voldemort no existiera, entonces entendió que estaba en medio de un recuerdo. Uno guardado dentro de la diadema por centurias.

La joven tropezó con una raíz sobresaliente y cayó de bruces, provocando que el paquete que guardaba entre sus brazos volara por los aires, para caer unos metros más allá.

Intentó ponerse de pie sin lograrlo. Su silueta era delgada, su ropa estaba estropeada y tenía una expresión desesperada. Seguramente llevaba largo tiempo perdida.

Usando la fuerza que le quedaba se levantó y buscó con la mirada el paquete. Lo alzó y protegió, mientras vigilaba su entorno.

El alivio se reflejó en su rostro cuando divisó el pequeño agujero en el tronco.

Derramando lágrimas desenvolvió las capas de tela hasta dejar a la vista un objeto plateado.

Era la diadema, y ella era Helena.

Dijo algo, que Voldemort no pudo escuchar y con prisa escondió la reliquia.

Minutos después una segunda figura de luz, esta vez, verde salió de entre los árboles. Era un hombre alto, musculoso y de expresión severa. Sus ojos enloquecidos se toparon con los de ella, arrancando un grito silencioso de su garganta.

-¿Dónde está? –preguntó gesticulando, aunque su voz no se escuchó.

Ella negó frenética e intentó sacar su varita del interior de la raída capa.

Él se lo impidió con un hechizo que pasó a través de Voldemort y dio contra la chica, haciéndole perder el equilibrio.

El hombre se tambaleó, claramente borracho, hasta ella y la tomó por el cabello.

Voldemort no podía quitar los ojos de la escena. Sabía lo que pasaría a continuación y de hecho sucedió antes de lo esperado, de manera limpia y rápida. El cuchillo apareció en manos del Barón y descendió tres veces contra el cuerpo de Helena, arrancándole la vida.

La escena se hizo menos visible. Él hombre cayó de rodillas con el cuerpo inerte de la joven entre sus brazos y se quedó allí, llorando, lamentándose de sus acciones, mientras el suelo se teñía con la sangre de Helena.

Asqueado, Voldemort, deseo que se acabara.

Sólo un verdadero Ravenclaw puede usar mi corona. Un ser corrompido como tú jamás podrá tener la clarividencia. Mi magia no funcionará y terminará por matarte advirtió una voz femenina en su cabeza.

Voldemort giró sobre sus talones y se encontró cara a cara con una bruja de mediana edad, ataviada con una fina túnica azul bordada en plata. Su contorno se desdibujaba, moldeándose con la luz del sol. Era un recuerdo o un espectro atado a la diadema.

Impuro descendiente de Slytherin, lo que haz hecho con tu alma no tiene perdón y serás castigado por toda la eternidad a menos que te arrepientas La mirada de Rowena Ravenclaw se endureció, sus ojos aguileños lo perforaron Seguirás viviendo, simplemente, porque al encontrar la corona has liberado al espíritu de mi hija, ella descansa en paz. Ahora termina tu buena acción y devuelve mi reliquia a sus verdaderos dueños…

Tan rápido como había sucedido, todo se acabó.

Voldemort sintió como la diadema se aflojaba en su cabeza y sus piernas perdían fuerza. El bosque volvió a la vida, los pájaros trinaron, el viento aulló agitando su capa negra y lo último que escuchó fue un sonido pesado, como de pasos enormes que se acercaban, haciendo temblar la tierra.

Una enorme sombra cubrió el cielo y él se desmayó con un sentimiento aterrador recorriéndole el cuerpo.


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